En el taller de escritura para sanar esta semana tenemos la consigna de hablar de cicatrices.
Pensé y pensé y se me vino Harry Potter a la cabeza, la cicatriz que me quedó en el brazo por el lipoma que me saqué por estética y que fantaseo con hacer pasar por mordida de tiburón porque qué poco glamour esa cicatriz por favor. O hacerle un tatuaje y perder la virginidad tinturil en mi cuerpo.
Pero claro, encarar un proceso de psicoanálisis tiene efectos colaterales y justo, justito venimos a tratar cosas que obviamente son cicatrices. Cicatrices en la autoestima, cicatrices en el alma
Ana me propuso ahondar en por qué se terminó mi matrimonio. Un "y qué pasó con Gonza" mientras yo parloteaba sobre el último que me gustó y que es evidente enmascara estos otros asuntos más profundos y anticipadamente más dolorosos. Lo primero que despertó en mi fue pereza, una gran pereza. Otra vez volver a ahí?
Y sí, amiga. Porque si hay resistencia, hay sustancia (tiembla Lacan con esta frase #unaremeraToia)
Así que venciendo esa inercia decidí hacerle caso. Confiar. Ella ve cosas, sabe por donde y me entrego con confianza a ese viaje como una zambullida sabiendo que hay agua en la piscina, porque miraste una vez y con eso alcanza. No es necesario mirar todas las veces.
Destapamos un poquito la olla, levantamos para pispear, apenitas, como para chusmear. Y sácate. Ahí estaba: toda la mierda amontonadita, humeante, esperando.