Salgo del local recontra cargada, 30° en octubre y siete cajones llenos de galletas y alfajores por entregar.
Apurada, cartera colgando, llave en mano y el auto que empieza a hacer el ruidito previo a activar la alarma si por una simple brisa se le altera el animo. Ay, no, no empieces! le digo en voz alta totalmente saturada. Y sí, obvio, un guapeton sentado en el cordon de la vereda levanta la mirada y verifica mi locura.
Y también tiene nombre, le aclaro.
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